Hasta ahora solo la había regado con mimo, con un mimo más allá del que nunca hubiera dedicado a ninguna otra planta. Y a veces me parecía que no tenía tiempo para tanto mimo, pero nunca he faltado a mis obligaciones. Ni siquiera cuando pilló aquella plaga y pensé que no resistiría.
Y es que me vino de repente, sin planearlo, pero así son los compromisos. Al principio yo no quería un bonsai.
No era lo mío.
Pero si te viene a las manos, por casualidad, ¿no le vas a dar una oportunidad?
Pero no era lo mío. Era más la constancia, el empecinamiento, diría yo. Y eso que empezó poniéndose muy malita, la enfermedad... a punto de dejar un tiesto vacío... Pero no me rendí. Los insecticidas, que casi se la cargan, la dejaron totalmente pelada. Pero tuve fé. Y empezó de nuevo a echar hojitas hasta volver poco a poco a la vida.
Ahora está aquí. En mi salón, sana y fuerte. Y no he podido evitar tomarle cariño, aunque a veces todavía desearía talarla para librarme de la obligación. Tanto que al final he decidido aprender a podar bonsáis para que luzca en todo su esplendor. Lo que nunca me imaginé haciendo... pero es que está mejor que nunca.
Y mientras podo con cariño pienso en la otra tala. En la tala dolorosa de lo que he regado con cariño desde hace mucho. Y mucho me he resistido a talar como única salida, después de mucho abonar, de mucho mimar, e incluso podar mis ilusiones para intentar que no me secara como a un cactus en medio del desierto.
No ha habido suficiente agua para reverdecer el desierto, pero incluso así aun estaba fuerte y sano cuando lo he talado. Ha caido, y todavía le cuesta secarse, sin raices, lentamente, sin agua, pero resiste...
...aunque poco a poco ya amarillea su verde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario